Hoy
voy a confesarme con ustedes, mis amigos. Escribí a Rubia tres veces durante
los años 2007 y 2008. La primera vez la escribí con una tonta ilusión:
publicarla. Aun guardo algunas páginas de la primera versión, para aquel
entonces mi ilusión era grande, tanto como el tamaño de mi inexperiencia. No
sabía aún que para efectos editoriales la ilusión no cuenta. De la primera
versión nadie ha leído nada.
La segunda vez la escribí no sólo con ilusión, sino luego de leer una y mil
veces algunos libros con sugerencias para jóvenes escritores. Me aventuré a
compartir unos capítulos a medida que avanzaba, los enviaba por correo
electrónico a algunos amigos de la blogósfera y ellos al recibirlo me
contestaban con amabilidad. Fue buena aquella dinámica pues me ayudó a sentir
confianza de compartir lo que hacía, sin embargo, reconozco que aquella segunda
versión no fue muy buena. La historia iba hacia una sola dirección, la
narración nada sorpresiva, pensaba que debía arrojar todo a ritmo acelerado y
decir todo cuanto faltaba por decir al terminar de imprimir cada letra. Para
finales del 2007 leí todo el trabajo que había hecho con Rubia y me sentí
avergonzado. Recuerdo esa noche, fue una de esas vergüenzas que te hunden en
agonía, que te desesperan, que te hacen sentir que no diste ni la mitad de lo que podrías. Tomé mis
cuadernos y los tiré a la basura, eliminé cada archivo digital. Nunca nadie
supo de mi vergüenza hasta ahora (a veces vuelvo a sentirla).
Dejé pasar algunos meses, y el 2008 cayó con violencia sobre mí. Recordé a
Rubia, mi niña. La noticia de un concurso de ficción me atormentaba. Para
entonces trabajaba en un bar-restaurante en el turno de la noche, de lunes a
jueves entraba a las 4pm y salía a la 1am, y viernes y sábado entraba a las 4pm
y salía a las 3am. Me propuse escribirla de nuevo, pero esta vez me pregunté
primero por qué quería que la gente conociera a mi Rubia, por qué aún estaba entre
mis dedos y por qué no podía olvidarla. Fue cuando vi dentro de mí. Vi esa
oscuridad que nadie ha visto, esa amargura que a veces titila con sombras
profundas, ese odio que uno prefiere ignorar porque uno quiere tener un buen
concepto de si mismo. Me pregunté por qué y la respuesta vomitó sobre mí…
¿Sentiste alguna vez que la vida se te viene encima con todo y no tiene
compasión? ¿Sentiste que no hay lugar seguro para pisar? ¿Sentiste que
“refugio” es una ilusión que se desvanece tan pronto como llegas a necesitarlo
en verdad? ¿Te ha encarnado la desilusión? ¿Has pronunciado alguna vez y en
silencio, a escondida, un “esto no es justo”? ¿Te sentiste abandonado e
incapacitado para buscar compañía? ¿Quisiste encontrar un culpable de tus
desgracias para justificar toda tu amargura y volcarla sobre otro? ¿Te odiaste
alguna vez? ¿Te avergonzaste tanto de ti que tu propia imagen reflejada en un
espejo llegó a despertar tu ira? Podría seguir preguntando toda la noche
mientras escribo, pero creo que todavía siento temor a exponerme tanto.
Prefiero seguir drenando a través de personajes ficticios y creer que la gente
no sabe que ellos reflejan mucho de mí.
El asunto es que reconocí que dentro de mí, un huracán de emociones negativas
arrasaba conmigo. Y así nació una Rubia más consciente de ella misma, pausada,
capaz de sentarse en una plaza (donde comienza la historia), y de observar las
montañas del Wilmará y sentir la brisa que llega al pueblo paseando por las
aldeas. Y ese fue el primer paso para un largo viaje. Para entonces ya me había
separado de mi esposa (lógicamente ahora ex esposa), y tras la separación la
culpa me azotaba junto al amanecer. Muchos no lo saben, pues estuve aislado
durante años, me hundí en la costumbre de consumir licor todas las tardes hasta
el anochecer. Así nació el abuelo (personaje central de la novela), me di
cuenta que uno se hunde en costumbres dañinas mientras intenta ignorar la culpa
que azota, el rencor que no apunta a nadie; desde el 2008 miré hacia los días de
mi alcoholismo y reconocí todo lo despreciable que fui, y agradecí por los
pocos amigos (pocos en verdad: dos) que, a pesar de mi obstinado empeño de
aislarme, me buscaron y ataron mis manos. También reconocí mis miedos frente a
la tarea de ser padre. Cuando mis hijos nacieron, una luz brilló en mi
horizonte. Ellos fueron como una estrella colgada en el sur, de esas que amamos
los forasteros. No estar con ellos, como mi padre estuvo conmigo, me
atormentaba. Así nacieron los padres de Rubia. Y poco a poco cada reflejo de mí
mismo iba dando a luz un personaje.
Rubia está dividida en tres partes. En la primera intento introducirlos en un
pueblo: El Consejo de Ciruma. El pueblo es real y lo conocí a mis trece años,
viví allí casi cinco años y me marché. Durante los primeros meses de la
separación anhelé no haberme ido nunca del Consejo de Ciruma. Comencé a
visitarlo con más frecuencia y pude observar mucho de lo que en mi adolescencia
no vi. Así nacieron mis narraciones y versiones sobre las leyendas que son parte
de la historia del pueblo. En esa primera parte intento justificar al abuelo y
sus vicios. Sonrío porque en otros tiempos yo habría condenado al viejo desde
la primera línea en la que lo presento, pero qué puedo decir, ese viejo pude
haber sido yo (tal vez algunos se escandalicen al leer al viejo, pero si lo
lees, pregúntate: ¿qué tan malo, qué tan mala, pude haber sido yo y he sido
yo?).
En la segunda parte sigo regalando mi visión del legendario pueblo. Al mismo
ritmo que presento la adolescencia de Rubia, la adolescencia en toda su
expresión. Porque adolecer duele, porque duelen incluso los intentos y hasta
los no intentos. En esa segunda parte, en uno de los capítulos, se pronuncia un
“maldita sea” al estilo de Rubia. Un “maldita sea” que me ahogó muchas veces,
en ocasiones no tuve la valentía para pronunciarlo pero latía con fuerza dentro
de mí.
La tercera parte es la última vereda a la redención. En mi viaje con Rubia
había una tercera pasajera. Una buena amiga y maestra. Yo compartía con ella cada
capítulo escrito y ella me daba sus impresiones. A pesar de la distancia
logramos sincronizar en un buen ritmo mientras avanzaba con Rubia. Recuerdo que
escribí el último capítulo una tarde y se lo envié, a la media noche recibí los
mensajes de ella expresándome que leía con lágrimas en sus ojos el final del
camino. Yo anhelé ese final para mí. Quise en aquel entonces ser tan débil como
Rubia y rendirme, abrazar el abismo y reconocerme en el centro del vacío y así
correr a enfrentar mis tormentos.
A través de las páginas de Rubia, describo también el pueblo de Aroa, mi pueblo
natal. También presento a Quebrada Honda, un cerro de Yaracuy al que mi abuelo
llama “mi país”. Como un homenaje a mi abuelo desarrollo un personaje con su
nombre, plasmo el carácter y la hermosura de mi madre en la madre de Rubia. Hay
mucho más que podría decir, pero por ahora no quiero aburrirlos con mis
nostalgias. Sólo quería compartir algunas cosas.
¿He llegado al final del camino? Me asomo frecuentemente, pero a veces sigo siendo
tan cobarde como para no quedarme del todo, sin embargo y en mi defensa debo
decir que poco a poco me voy aclimatando a ese lugar en el que uno queda
expuesto e irremediablemente hay que alquilar una habitación para pasar el
tiempo necesario para redimirnos de nuestras culpas, de nuestras no culpas y de
las culpas de otros…
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