domingo, 2 de diciembre de 2012

MIS CONFESIONES FRENTE A RUBIA.



Hoy voy a confesarme con ustedes, mis amigos. Escribí a Rubia tres veces durante los años 2007 y 2008. La primera vez la escribí con una tonta ilusión: publicarla. Aun guardo algunas páginas de la primera versión, para aquel entonces mi ilusión era grande, tanto como el tamaño de mi inexperiencia. No sabía aún que para efectos editoriales la ilusión no cuenta. De la primera versión nadie ha leído nada.
La segunda vez la escribí no sólo con ilusión, sino luego de leer una y mil veces algunos libros con sugerencias para jóvenes escritores. Me aventuré a compartir unos capítulos a medida que avanzaba, los enviaba por correo electrónico a algunos amigos de la blogósfera y ellos al recibirlo me contestaban con amabilidad. Fue buena aquella dinámica pues me ayudó a sentir confianza de compartir lo que hacía, sin embargo, reconozco que aquella segunda versión no fue muy buena. La historia iba hacia una sola dirección, la narración nada sorpresiva, pensaba que debía arrojar todo a ritmo acelerado y decir todo cuanto faltaba por decir al terminar de imprimir cada letra. Para finales del 2007 leí todo el trabajo que había hecho con Rubia y me sentí avergonzado. Recuerdo esa noche, fue una de esas vergüenzas que te hunden en agonía, que te desesperan, que te hacen sentir que no  diste ni la mitad de lo que podrías. Tomé mis cuadernos y los tiré a la basura, eliminé cada archivo digital. Nunca nadie supo de mi vergüenza hasta ahora (a veces vuelvo a sentirla).
Dejé pasar algunos meses, y el 2008 cayó con violencia sobre mí. Recordé a Rubia, mi niña. La noticia de un concurso de ficción me atormentaba. Para entonces trabajaba en un bar-restaurante en el turno de la noche, de lunes a jueves entraba a las 4pm y salía a la 1am, y viernes y sábado entraba a las 4pm y salía a las 3am. Me propuse escribirla de nuevo, pero esta vez me pregunté primero por qué quería que la gente conociera a mi Rubia, por qué aún estaba entre mis dedos y por qué no podía olvidarla. Fue cuando vi dentro de mí. Vi esa oscuridad que nadie ha visto, esa amargura que a veces titila con sombras profundas, ese odio que uno prefiere ignorar porque uno quiere tener un buen concepto de si mismo. Me pregunté por qué y la respuesta vomitó sobre mí…
¿Sentiste alguna vez que la vida se te viene encima con todo y no tiene compasión? ¿Sentiste que no hay lugar seguro para pisar? ¿Sentiste que “refugio” es una ilusión que se desvanece tan pronto como llegas a necesitarlo en verdad? ¿Te ha encarnado la desilusión? ¿Has pronunciado alguna vez y en silencio, a escondida, un “esto no es justo”? ¿Te sentiste abandonado e incapacitado para buscar compañía? ¿Quisiste encontrar un culpable de tus desgracias para justificar toda tu amargura y volcarla sobre otro? ¿Te odiaste alguna vez? ¿Te avergonzaste tanto de ti que tu propia imagen reflejada en un espejo llegó a despertar tu ira? Podría seguir preguntando toda la noche mientras escribo, pero creo que todavía siento temor a exponerme tanto. Prefiero seguir drenando a través de personajes ficticios y creer que la gente no sabe que ellos reflejan mucho de mí.
El asunto es que reconocí que dentro de mí, un huracán de emociones negativas arrasaba conmigo. Y así nació una Rubia más consciente de ella misma, pausada, capaz de sentarse en una plaza (donde comienza la historia), y de observar las montañas del Wilmará y sentir la brisa que llega al pueblo paseando por las aldeas. Y ese fue el primer paso para un largo viaje. Para entonces ya me había separado de mi esposa (lógicamente ahora ex esposa), y tras la separación la culpa me azotaba junto al amanecer. Muchos no lo saben, pues estuve aislado durante años, me hundí en la costumbre de consumir licor todas las tardes hasta el anochecer. Así nació el abuelo (personaje central de la novela), me di cuenta que uno se hunde en costumbres dañinas mientras intenta ignorar la culpa que azota, el rencor que no apunta a nadie; desde el 2008 miré hacia los días de mi alcoholismo y reconocí todo lo despreciable que fui, y agradecí por los pocos amigos (pocos en verdad: dos) que, a pesar de mi obstinado empeño de aislarme, me buscaron y ataron mis manos. También reconocí mis miedos frente a la tarea de ser padre. Cuando mis hijos nacieron, una luz brilló en mi horizonte. Ellos fueron como una estrella colgada en el sur, de esas que amamos los forasteros. No estar con ellos, como mi padre estuvo conmigo, me atormentaba. Así nacieron los padres de Rubia. Y poco a poco cada reflejo de mí mismo iba dando a luz un personaje.
Rubia está dividida en tres partes. En la primera intento introducirlos en un pueblo: El Consejo de Ciruma. El pueblo es real y lo conocí a mis trece años, viví allí casi cinco años y me marché. Durante los primeros meses de la separación anhelé no haberme ido nunca del Consejo de Ciruma. Comencé a visitarlo con más frecuencia y pude observar mucho de lo que en mi adolescencia no vi. Así nacieron mis narraciones y versiones sobre las leyendas que son parte de la historia del pueblo. En esa primera parte intento justificar al abuelo y sus vicios. Sonrío porque en otros tiempos yo habría condenado al viejo desde la primera línea en la que lo presento, pero qué puedo decir, ese viejo pude haber sido yo (tal vez algunos se escandalicen al leer al viejo, pero si lo lees, pregúntate: ¿qué tan malo, qué tan mala, pude haber sido yo y he sido yo?). 
En la segunda parte sigo regalando mi visión del legendario pueblo. Al mismo ritmo que presento la adolescencia de Rubia, la adolescencia en toda su expresión. Porque adolecer duele, porque duelen incluso los intentos y hasta los no intentos. En esa segunda parte, en uno de los capítulos, se pronuncia un “maldita sea” al estilo de Rubia. Un “maldita sea” que me ahogó muchas veces, en ocasiones no tuve la valentía para pronunciarlo pero latía con fuerza dentro de mí. 
La tercera parte es la última vereda a la redención. En mi viaje con Rubia había una tercera pasajera. Una buena amiga y maestra. Yo compartía con ella cada capítulo escrito y ella me daba sus impresiones. A pesar de la distancia logramos sincronizar en un buen ritmo mientras avanzaba con Rubia. Recuerdo que escribí el último capítulo una tarde y se lo envié, a la media noche recibí los mensajes de ella expresándome que leía con lágrimas en sus ojos el final del camino. Yo anhelé ese final para mí. Quise en aquel entonces ser tan débil como Rubia y rendirme, abrazar el abismo y reconocerme en el centro del vacío y así correr a enfrentar mis tormentos. 
A través de las páginas de Rubia, describo también el pueblo de Aroa, mi pueblo natal. También presento a Quebrada Honda, un cerro de Yaracuy al que mi abuelo llama “mi país”. Como un homenaje a mi abuelo desarrollo un personaje con su nombre, plasmo el carácter y la hermosura de mi madre en la madre de Rubia. Hay mucho más que podría decir, pero por ahora no quiero aburrirlos con mis nostalgias. Sólo quería compartir algunas cosas.
¿He llegado al final del camino? Me asomo frecuentemente, pero a veces sigo siendo tan cobarde como para no quedarme del todo, sin embargo y en mi defensa debo decir que poco a poco me voy aclimatando a ese lugar en el que uno queda expuesto e irremediablemente hay que alquilar una habitación para pasar el tiempo necesario para redimirnos de nuestras culpas, de nuestras no culpas y de las culpas de otros…

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